La historia de Cristina Segura, Pinito del Oro, comienza, como todas las cosas importantes, antes del principio.
Esta es la historia de una mujer que vivió en un tiempo de cambios sociales, siempre unos pasos por delante y unos metros por encima.
Nos encontramos en una noche de abril de 1970, la noche en que cerraba el antiguo Circo Price con la última actuación de Pinito. En Pinito: Sombras de un trapecio hacemos coincidir bajo los focos, en esa emblemática noche, a la artista, a sus fantasmas, al público caníbal y aquello que pertenece a la intimidad; lo que
nadie vio y forjó el carácter de una mujer capaz de subirse a más de 14 metros de altura a balancearse sin red.
La muerte como principio. Las mariposas negras que acompañan a quienes se atreven a no temer y las procesiones de hormigas entierran a nuestros muertos. A Cristina Segura la subió al alambre la muerte de su madre y la ambición de su padre. Al trapecio la subió la muerte de su hermana y la muerte, tres veces, a punto estuvo de bajarla. La primera vez que Pinito se retiró de la pista, murió su padre. Si existe una coherencia poética tenía qué ser así, del mismo modo que su madre, tenía que morirse el día en que Cristina debutaba en el alambre y así fue.
Sin la madre, hacía falta un padre para escapar del hambre. Y el padre era circo. Un marido para escapar de los hermanos y del padre. Y un trapecio para escapar del marido y de todo lo que no había tenido, incluso para escapar del circo, porque allí arriba sólo se podía ser y estar sin pensar en nada, lejos de todos, por encima de todo.